El gobierno Británico decidió que el corso sería desterrado a una isla, pero esta vez muy lejos de Europa. Una isla del hemisferio sur, Santa Helena. El 17 de octubre de 1815. Desembarcaba en la isla a bordo del Norhumberland, un navío de guerra de la Royal Navy, muy bien custodiado por una flota y 2.500 soldados. A su confinamiento le acompañaron algunos de sus hombres más leales. Uno de ellos, el conde Las Cases, su secretario, escribió el Memorial de Santa Helena, publicado en Londres el 1823 en 8 volúmenes. Para todos sus acompañantes, Napoleón seguía siendo su emperador, cosa que naturalmente irritaba a los ingleses. Estos no lo trataron con guantes de seda precisamente. Para empezar, le llamaban general Bonaparte, lo cual hería su megalomanía. Al llegar a Santa Helena, Napoleón y sus acompañantes fueron alojados en unas barracas de madera levantadas para guardar ganado. Napoleón, que había vivido en muchos palacios, ahora se alojaba en una choza.
La repatriación de los restos de Napoleón tuvo lugar en el año 1840, durante el reinado de Luis Felipe. Para que los restos del emperador volvieran a Francia era necesario el permiso de los británicos y el del monarca francés. Con Luis Felipe no hubo problemas. El gobierno británico fue más reacio a la repatriación, pero al final accedió a ella a cambio de conservar su influencia en la llamada “Cuestión de Oriente.” La fosa se abrió en presencia de británicos y franceses. El monarca francés había enviado a Santa Helena a su hijo para proceder a la exhumación. El cadáver aún era reconocible. Fue transportado a Francia y llevado a los Inválidos.
Todavía descansan allí y sus restos están protegidos por seis ataúdes. A su lado yace su hijo Napoleón François Joseph Charles Bonaparte, que pasó a la historia con el título que recibió al nacer Rey de Roma, conocido después de fallecido con el sobrenombre de L’Aiglon- el Aguilucho-. El majestuoso sarcófago de pórfido rojo de los Inválidos fue diseñado por Luis Visconti, pero no fue inaugurado hasta 1861 cuando ya en Francia gobernaba Napoleón III que estuvo casado con la noble española Eugenia de Montijo, condesa de Teba. Todo estaba acabado. Napoleón dormía a orillas del Sena, en medio de ese pueblo francés que tanto había amado. Veinticinco años solamente habían pasado desde 1815, desde Waterloo. La Leyenda había vencido a la Historia. Napoleón no se había equivocado. En los días más negros de Santa Elena, había dicho:
- Oiréis otra vez a París gritar «¡Viva el Emperador!»
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